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domingo, 17 de abril de 2011

Familia de Silvio Cesar Mones Ruiz Lainez




Gentileza Eduardo Hamilton Mones Ruiz

Flia. de Damian Cosme Mones Ruiz Acuña





Gentileza Eduardo Hamilton Mones Ruiz

Flia Hernan Mones Ruiz Laprida Trasmonte y Escalada





Gentileza Eduardo Hamilton Mones Ruiz

Clelia Mones Ruiz Laprida Acuña Trasmonte Escalada


Gentileza Eduardo Hamilton Mones Ruiz

Jorge y Enrique Mones Ruiz Rufener y Ricardo Arandia Mones Ruiz


Gentileza Eduardo Hamilton Mones Ruiz

El Puñal del Tirano

Gentileza Eduardo Hamilton Mones Ruiz

Del libro "El puñal del tirano: Continuación y fin de Juan Manuel de Rosas, la mazorca y una tragedia de doce años", de Eduardo Gutierrez. Publicado por Casa Editora. Buenos Aires 1895, 279 páginas.
Procedente de Universidad de Harvard. Digitalizado el 16 Dic 2005.

ASESINATO DE MONES RUIZ

El furor de los degüellos era creciente siempre. Y la sociedad aterrada con aquel sistema de gobierno que amenazaba prolongarse hasta no dejar con vida ni una cabeza unitaria.

Cada día eran diez o doce personas conocidas, cuya vida había sido arrancada por el puñal de la Mazorca.

El jorobado Zapata, hombre estimadísimo por su ilustración y honradez, había sido degollado a pesar de su persona inofensiva y ajena a la política.

Zapata vivía de dar lecciones de aritmética, porque el comercio estaba muerto en Buenos Aires para el que no era un federal furioso. Pero Zapata no pudo dar un día la suma que le exigió uno de los jefes de la mazorca y fué clasificado de salvaje unitario.


Una noche que se retiraba tranquilamente de una de sus lecciones fué detenido por un grupo de mazorqueros, que empezaron a darle golpes.

-¿Por qué me pegan?- preguntó el mísero. -¿Me confunden acaso con algún otro?

-¿No sos el jorobado Zapata?

-Sí, pero en ello no hay delito.

-¡Que marche!¡que marche el unitario!- gritaron los bandidos.

Y a pesar de sus protestas lo llevaron hasta el hueco de los Sauces. Allí, sin más trámite ni más causa, fué degollado a serrucho.

Muchos de aquellos hombres amenazados de muerte, resolvieron por lo menos vender cara la vida. Entre estos puede figurar en primera línea un señor Paso, hermando de don Martiniano, perseguido por la sola cuenta del asesino Parra, Coronel de los ejercicios de Rosas, en premio por sus muchas maldades.

Prevenido Paso por un amigo, andaba siempre armado de un bastón de estoque, que más propiamente podía llamarse una espada envainada en un bastón. Una noche al ir a cerrar su botica fué asaltado por seis mazorqueros que puñal en mano le exigieron la entrega de la cabeza, como si solo se tratara de una droga cualquiera.

Habituados los bandidos a no encontrar resistencia en sus víctimos habían penetrado a la botica y pensado ya en saquearla como si Paso hubiera sido degollado. Pero estaba de Dios que aquella noche había de ser de duelo para la Mazorca.

el valiente Paso blandió en la mano su terrible estoque, y antes que los asesinos pudieran acudir a la defensa, cayó sobre ellos como una tormenta. Y el primero que tuvo la desgracia de quedar a su alcance, rodó por el suelo con el corazón atravesado por una terrible estocada. Los asesinos, con aquel ataque enérgico y terrible, se sobrecogieron sin saber que partido tomar. Pero animándose unos a los otros, cayeron sobre Paso lanzando gritos de muerte. Sereno y avisor, Paso evitaba los golpes que le dirigían con admirable destreza, espiando un momento oportuno para dar otro golpe mortal.

El combate era rudo y fatigoso.

Había que luchar contra cinco, e imponerlos pronto con otro golpe de muerte. De otro modo, Paso sería muerto extenuado por la misma fatiga que empezaba ya a sentir. Por fin se presentó el momento que con tanta paciencia espiaba desde el principio de la lucha. Uno de los asesinos se descuidó, contando con que harto tenía que hacer la víctima contra cuatro verdugos. Y este descuido le costó la vida. Rápido y firme, sin descuidar la defensa, Paso se tendió a fondo en una estocada habilísima y el segundo bandido rodó al lado del otro. Al recobrar la guardia hirió a un tercero, decidiendo así el combate.

Cobardes por naturaleza, los asesinos retrocedieron y emprendieron con la fuga en todas direcciones, dejando en la botica los dos cadáveres. Era el primer caso de aquella naturaleza que sucedía en Buenos Aires.

El peligro, lejos de disminuir con esto, había aumentado, dentro de media o antes tal vez, nuevos mazorqueros acudirían a la botica, llamados por los que habían huido, y el fin de la lucha no era difícil preverlo.

Paso lo comprendió así, e inmediatamente huyó de su botica, yendo a esconderse a casa de un buen amigo.

Los asesinos no tardaron en llegar, reforazados con serenos, pero solo encontraron los dos cadáveres y los frascos de drogas para descargar sus iras. Todo lo que  no pudieron utilizar lo despedazaron, y salieron en seguida en busca de Paso, pero toda diligencia fué vana.

El boticario había desaparecido. En vano rodearon la casa y establecieron vigilancia; todo fué inútil.

Paso, entretanto, después de permanecer más de un mes en casa de su buen amigo, pudo embarcarse para Montevideo mediante un disfraz de gallego. Fué el primer hombre que salvó la vida, merced a su entereza y su bravura.

El otro caso análogo que conocemos fué más interesante, si se quiere, puesto que en él figura una dama.



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Un señor Martínez que vivía al lado de lo que hoy se conoce por capilla del Carmen, y antes tenía un nombre más gráfico, fué clasificado de salvaje unitario, y señalado a la Mazorca como es consiguiente. El delito de Martínez era vestir con elegancia y no usar bigote.

Martínez tenía dinero y sabido es que esta clase de víctimas era las preferidas por aquellos asesinos siempre ávidos de robo.

Sabiendo Martínez que estaba sentenciado, y no pudiendo fugar por el momento se resolvió a no salir a la calle, y en caso de ser atacado en su casa, defenderse hasta donde le fuera posible.

Martínez era casado con una dama tan enérgica como él mismo. Quiso hacerla salir a casa de unos parientes para evitarle algún espectáculo terrible, pero ella, con una arrogancia que no es extraña a la mujer criolla, declaró que, desde que había peligro, no se movía de su lado.

-No temo a la Mazorca, - agregó cariñosamente, y no he ligado mi vida a la tuya para abandonarte cuando hay peligro de muerte.

Era proverbial en el barrio la unión de aquel matrimonio, para quien la existencia era una eterna luna de miel.

Conociendo íntimamente a su consorte, Martínez no insistió más y se dispuso a afrontar el peligro cualquiera que fuese. Desde que supo que la Mazorca rastreaba su cabez, se proveyó de cuaatro pistolas de gran calibre y de un puñal de hoja segura y fuerte. Con aquellas armas y atrincherados en su casa, los esposos Martínez podían defenderse hasta de veinte hombres.

Siendo seguras las paredes, apenas caía la tarde, cerraban cuidadosamente la puerta de calle, no dejado más que una sola luz prendida: la de la sala. Allí dormía, pues querían estar prontos a la primera señal de alarma.

Martínez presumía que en caso de ser asaltados, lo serían durnate la noche, y dormía con todas las armas cargadas y prontas para entrar en combate. El barrio estaba apartado y por consiguiente sería de temer que los asaltantes recibieran refuerzos.

Como lo esperaba, una noche a eso de las once llamaron fuertemente a la puerta. Los gritos de ¡mueran los salvajes unitarios! ¡abran a la Sociedad Popular Restauradora! no les dejaron duda de quienes eran los visitantes.

Era la Mazorca, que sabiendo que no había en la casa más que los esposos Martínez y tres criadas viejas, caía en escaso número.

–Esperen un momento!- gritó Martínez desde la sala,- que ya voy a abrir.

Y mietras los esposos se preparaban, los asesinos se dejaban caer de los caballos, repiqueteando la puerta con el cabo de los facones. En dos minutos Martínez y su señora estuvieron listos. Apagaron la luz y tomando cada uno un par de pistolas, salieron al zaguán. La oscuridad era total.

Sabiendo que que no se les abría pronto, los asesinos empezaron a golpear de una manera desaforada, salpicando los golpes con palabras y amenazas de las más federales.

Martínez se acercó a la puerta, tomando la derecha, y descorrió los pasadores. Su esposa quedaba a la izquierda, con una pistola en cada mano, y pronta a hace fuego.

–Empujen nomás! gritó Martínez, y los cuatro o cinco asesinos abrieron la puerta de golpe, colándose al oscuro zaguán.

Inmediatamente brillaron dos relámpagos seguidos de dos poderosas detonaciones y uno de los asaltantes cayó lazando terribles alaridos.

Tan inesperado y brusco fué el ataque que los demás asesinos quedaron extáticos en el umbral de la puerta. El terror de que eran presa, fué hábilmente aprovechado. A la voz de ¡ahora! dada por Martínez, lucieron otros dos fogonazos, otros dos estampidos estremecieron las paredes del zaguán, y otro de los asesinos rodó por la vereda retorciéndose en convulsiones terribles. Había recibido en pleno pecho uno de aquellos enormes proyectiles.

Como si hubieran visto un ejército, los otros saltaron a caballo con tal precipitación y echaron a correr de tal modo, que un par de minutos más tarde no se percibía el rumor de los caballos.

Martínez sacó él mismo a la calle el cadáver que había quedado en el zaguán y volvió a cerrar la puerta. En seguida cargó las pistolas y se preparó a repeler un segundo ataque, esta vez desde la azotea. La señora estaba tan tranquila como él mismo.

Pensando en el chasco que habían llevado los asesinos, acariciaba gentilmente a su esposo, haciéndole presente que la prudencia aconsejaba huir ahora.

–Ellos han de volver, pero con lo que les ha pasado, serán más numerosos y precavidos.

Martinez acedió a los ruegos de su joven esposa, y antes de que amaneciera el día, después de recorrer los alrededores, salieron de la casa a buscar refugio en la de un amigo de confianza no sin llevar en la cintura las enormes pistolas.

Como su esposa lo preveía, la Mazorca volvió a la tarde siguiente.

Pero solo halló los muebles de la casa en que satisfacer su venganza. Los pájaros habían volado.

La casa fué saqueada y roto todo aquello que no pudieron robar, teniendo que regresar sin haber podido vengar a los compañeros embarcaron por el muelle a las once de la mañana, hora en que con más ahínco se les buscaba en la ciudad.

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Para mejor remontar su ejército con buenos soldados. Rosas había inventado un procedimiento que no podía dejar de darle soberbios resultados.

Las personas de fortuna que no eran unitarias, pero que tampoco podían clasificárselas de federales, eran reducidas a prisión por sospechosas. Como caer preso importaba casi siempre una sentencia de muerte, el terror se apoderaba en seguida de estas personas, elegidas siempre entre las de la primera sociedad.

Para obtener su libertad estas personas tenían que entregar un número de personeros que variaba entre dos y cincuenta. Bien entendido, por supuesto, que el personeo que desertaba debía ser reemplazado por cuenta del que lo puso, a quien volvían a aprenhender.

De entre una larga lista que figura en el Archivo de Policía, bajo esta carpeta: "Unitarios tomados para el servicio de las armas y número de individuos puestos en su reemplazo", entresacamos los siguientes conocidos nombres, el número de personeros que tuvieron que dar por su libertad.

Mamerto Mones Ruiz y Antonio Mones Ruiz, cuatro personeros; Ramón Díaz, cuatro; José Martínez Bustillos (hoy general), dos; Miguel Sarracham, diez; Manuel José Cobos, veinte; José Fernández, veinte; y Antonio Cabral, cuatro. Ignacio Fernández, diez; José Gregorio Acuña, gran salvaje unitario, "cincuenta"; y otros "cincuenta" el insolente Bartolomé Gorondona.

Bonifacio Salvadores, cinco y dos mil pesos, y Tiburcio Fernández, diez y cuatro mil pesos.

Doctor Ascola, veinte; Silverio Ponce de León, veinte; Juan María Gutiérrez, diez; Sinforiano Huertas, diez; Manuel Larguero, diez, pero siendo un furioso unitario y amigo de Lavalle, fué ejecutado el 17 de julio.

Ramón Sotelo, diez; Santiago Sotelo, diez; Juan Madrid, veinte; Crispín Peralta, veinte, y Santiago Albarracín, veinte.

Podríamos copiar centenares de nombres, pero la lista sería demasiado larga, siendo bastante los nombrados para dar una idea del procedimiento. Y antes de concluír este curioso capítulo, vamos a transcribir la siguiente carpeta, que es la más curiosa en el Archivo de Policía.

"Relación de unitarios que deber ser espiados y otros aprehendidos y remitidos a la cárcel pública"

El doctor Ascola, a la Policía, el abogado Campos, a la cárcel, el doctor Ibarbás, ídem, José María Gallardo, ídem, Angel Molino Torres, ídem, el clérigo Gregorio Gómez a la policía, José Julián Arriola, a la cárcel. Ambrosio del Molino Torres, ídem, Miguel Ascuénaga, ídem, y Rivero José Riso, ídem.

Gervasio Armero, a la cárcel incomunicado, debiéndosele interrogar sobre la complicidad que tenga con el unitario salvaje y traidor Gregorio Tagle.

Juan Fernández (médico) y su hijo, espiarlos como también a los salvajes Juan N. Fernández, Pedro Hernández, Agustín Herrera, Miguel Jordán, Carlos Lamarca, Benito Llorene, Lorenzo Melgar, juan J. Martínez, Antonio Martínez, Antonio F. Fonte, Juan M. Fonte, Nicolás Fonte, Luis R. Machado y Vicente Mñay.

Los tres Nazar, cuñados de vidal, espiarlos como también a Ignacio Nuñez, Fernando Otero, José M. Obleros, Manuel Pinedo, Muricio Pizarro, blas José Pico y Olallo Pico.

José M. Riglos, a la cárse, José Somalo e hijos, espiarlos, Miguel Sánchez y José M. Salvadores, ídem, Marcos Salas y Gregorio Silva Ceballos, ídem.

Gregorio Tagle, a la cárcel, Victorino Sanchez y José M. Zelaya, espiarlos, jSalas Corredor intruso, ídem, Rafael Saavedra, ídem.

Al montevideano Sosona, espiarlo, como asimismo a Jorge Terrada y Natal Torres.

Al alcalde del partido de San Pedro Alfonso Remarle, decirle de parte de S. E. que extraña mucho que un federal como él, tenga comunicación y visita con un pícaro como Miguel Azcuénaga. Y se le advierte que en adelante no tenga relación con semejante canalla unitario. A Villegas la misma orden que a Cernadas.

Hacer espiar las casas de Valentín Gómez, de Zenón Videla y Yaques, compañero de este último.

Castañón y su hijo, a la cárcel Pablo Gómez y Mariano Salas, ídem. ala cárcel, también los unitarios Mariano Salas, Agüero, sobrino del clérigo, Plácido Viera y Manuel Arroyo.

Espiar a los unitarios José Arroyo, Matías Seguí, José M. Aparicio, Ramón Amoroso, Félix Alzaga, Gregorio Arellano, Pedro Agredo, Dionisio Vayo, Bustillos hijo, Mateo Vidal y Domingo Venegas, Luis Vicente y Vicente Echeyrría, a la cárcel, y espiar a José M. Coronel, Marcelino Carranza, Epitacio del Campo, Dámaso Campos y Clemente Cueto.

Los dos Garmendia, a la cárcel, Dorrego espiarlo, Domínguez espiarlo, Pedro Escribano y su hijo ídem. Pedro y José M. Fenonagusia, ídem.

Lista, sobrino de Viamonte, a la cárcel, Carlos Lamarca y José M. Riglos, ídem.

Al unitari Azcuénaga, ponerle grillos, manuel carreras y a osna a la cárcel.

A la mujer de Duspui, intimarle que marche precisamente en el paquebote "Agustina". A la hemana de Armero, que cuando vaya a la cárcel la metan dentro y al alcalde también. A Arriola prevenirle que tiene su quinta por prisión en la que debe permanecer durante dos meses. Vencidos estos, tendrá la ciudad por cárcel, de la que no podrá salir más que hasta su referida quinta, hasta nueva resolución del gobierno. Que tenga entendido que, en lo más mínimo que vuelva a cometer contra la causa Nacional de la Federación, contra su libertad e independencia, o contra la marcha del Gobierno será castigado con toda severidad y hasta con la última pena si fuera necesario.

Mariano Moreno, a la cárcel, Tiburcio Fernández, ídem; a Sánchez el comisario Pagador, la misma orden que a Cernadas. Al jefe de Policía que pase a recibir orden superior sobre lo que debe hacerse respecto de la mujer del salvaje unitario Rico, que según parte del Juez de Paz de dolores se halla en esta ciudad.

Prevéngase al unitario Juan Robaille que entregue mil quinientos pesos y seis personeros para soldados.

Vigilar en sus casas hasta nueva orden, a los salvajes unitarios Mariano Drago, Francisco y José María Gutiérrez el doctor Vejiga Viola, el hijo de Castillote, Antonio Somellera, el loco Suárez, el cordobés Castellanos, y Ramón Santa Cruz.

Todas esas órdenes instrucciones y otras que no publicamos por no cansar al lector se hallan escritas de puño y letra del mismo Rosas.

Vengamos ahora al asesinato del señor Mones Ruiz, respetable y antiguo comerciante.



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Era don Antonio Mones Ruiz, un hombre de gran carácter y de una rectitud a toda prueba. Como él no se mezclaba para nada en los sucesos políticos, nada temía de la reinante Mazorca ni creía pudiesen meterse los demás con él.

Todo lo que pertenecía a Rosas le merecía el más profundo desprecio, desprescio que no se tradujo jamás en hechos ni manifestaciones, por todo el peligro que pudiese correr su familia.

Mones Ruiz tenía una fortuna bastante en aquella época, para no necesitar de nadie y vivía en entera independencia. Aunque él vivía en ese retiro no ocurría lo mismo con sus dos hijos Antonio y Mamerto, jóvenes llenos de patriotismo y entusiasmo, que pertenecían al círculo de los unitarios más consecuentes y tenaces.

Mamerto, sobre todo, llevado por su entusiasmo juvenil hasta hacer demostraciones que en aquella época solían costar fácilmente la cabeza. Pero, cuando se tiene diez y ocho años, la prudencia se echa en la espalda porque a uno le parece poderlo todo superar.

El señor Mones Ruiz tenía también hijas mujeres, pero estas no salían del hogar, para no ponerlas en contacto con aquella terrible atmósfera de sangre y de crímenes de toda especie.

Ningún federal se había metido hasta entonces con el señor Mones Ruiz generalmente estimado. Fué en el año 39 cuando tuvo su primea dficultad, dificultad que lo llevó hasta la tumba.

En aquel año, por el mes de Rosas, el tirano había hecho levantar inscripciones populares para reclutar soldados contra Lavalle.

Su ejército era bastante fuerte, pero aquél era un medio que además de soldados, debía proporcionarle ocasión de mortificar a todo aquél que no fuera federal declarado.

Las comisiones encargada de recolectar fondos se dedicaron a su tarea, acudiendo, con preferencia, a los hombres ricos cuya situación política no estaba bien definida. Todos contribuyeron.

¿Cuál era el valiente que por no contribuir con un personero se exponía a cargar con la clasificación de salvaje unitario?

Una de aquellas comisiones se presentó en casa de Mones Ruiz, situada en la calle de Cangallo, donde hoy está la confitería de Godet. Iba a pedirle que contribuyera con un par de soldados o sino con una suma de dinero, para combatir a Lavalle.

Ya hemos dicho que Mones era un hombre de gran carácter, para cuyo corazón bien templado el miedo era un misterio.

Recibió a la comisiòn amablemente, pero con una entereza fenomenal para la época, se negó a contribuir con un solo centabo.

Para la paz, –les dijo,- todo cuanto poseo está a disposición del Gobierno. Para la guerra, me niego redondamente. Amo demasiado al país para contribuir a que se siga ensangretando.

Amigos suyos, algunos de los que formaban la comisión, le hicieron notar, que aquello era una imprudencia.

–Déjese de caprichos, don Antonio, y apúntese en la lista. Aunque usted no sea un federal, todos saben que tampoco es un unitario. No se comprometa entonces haciéndose clasificar de enemigo del Gobierno.

–Es que yo no puedo obrar contra mis sentimientos! No quiero contribuir para que los argentinos se maten, y no contribuyo, he ahí todo. Como no tengo delito, no tengo por qué temer la clasificación de unitario.

Ya saben que yo no me meto en esa cosas.

A pesar de las observaciones que se le hicieron, no quiso dar para la suscripción, despreciando los peligros que se la anunciaron.

Como era de esperarse, aquella negativa no podía quedar impune y Mones Ruiz fué clasificado de salvaje unitario, clasificación que se hizo extensiva a su hijo Mamerto, unitario de corazón como su hermano. La acción policial no podía dejar de seguir la clasificación. Y así sucedió, cuando el comerciante creía que el incidente había pasado así nomás.

A principios del año 40, una noche en que Mones Ruiz iba personalmente a cerrar la puerta de la calle, para mayor precaución y seguridad, fé asaltado por una partida de serenos, que lo redujo a prisión. Mal negocio era el de caer preso en aquellos tiempos, cuando durante la noche no se oía en la ciudad otro ruido que el de las descargas con que en la cárcel se fusilaba a los prisioneros.

La partida penetró en la casa, de donde salía poco después acompañada del joven Mamerto Mones Ruiz. Padre e hijo fueron conducidos al terrible cuartel de serenos, del que era jefe el sombrío Nicolás Mariño. Ambos fueron tratados federalmente, es decir con una buena dosis de golpes de sable e insultos de todo tipo.

Dos días después de llevar vida tan federal, se les notificó de orden suprema que, aunque eran unos salvajes unitarios, podían salir en libertad, entregando cada uno dos personas para el ejército. Era aquella la consecuencia de no haber querido contribuir a la inscripción popular contra Lavalle.

Apretado de aquella manera, el señor Mones Ruiz tuvo que aflojar los personeros, felicitándose que la cosa no pasara de ahí. Sólo así consiguieron salir en libertad.

Pocos días después, el joven Mamerto recibió una nota por la cual se le comunicaba que, habiendo desertado los dos personeros que había puesto, tenía que reemplazarlos en el perentorio término e veinticuatro horas.

Fuese o no cierta la deserción, no había más remedio que cumplir la orden, o exponerse a que, en vez de dos, fueran diez los personeros que mandaran poner. Esto determinó al joven Ruiz a emigrar a Montevideo, como ya lo habían hecho tantos otros. Estaba clasificado de salvaje unitario y era preciso vivir alerta.

Desde entonces las pequeñas grandes miserias empezaron a sucederse unas a otras, contra aquella familia.

Entre otras propiedades, Mones Ruiz poseía una casita situada en la calle Maipú entre las de Temple y Tucumán. Esta propiedad estaba alquilada a una familia francesa, honesta y acomodada. Pero los franceses habían caído en desgracia y eran tan perseguidos como los mismos unitarios.

Se quería un pretexto para embargar los bienes de Mones Ruiz y rematárselos, y ésta era la causa principal de la persecución que se le hacía.

Con el pretexto de que en las habitaciones de la casa había paredes celestes y blancos, cayó allí una noche la Mazorca, y empezó a destruir cuanto había, después de aplicada una buena paliza a los franceses de ambos sexos que la habitaban.

Al mismo tiempo se había mandado decir a Mones Ruiz, que se presentara al momento en la casa a recibir òrdenes sobre cambio de papeles. Como en la orden se leía la palabra "inmediatamente" y el señor Mones Ruiz no estaba en su casa, su hijo Antonio, una criatura, se trasladó prontamente a la casa, creyendo así evitar una desgracia.

En momentos en que él entraba, los señores mazorqueros concluían de sacudir a los franceses la segunda tunda.

-¿Y tu padre? ¿por qué no ha venido? –preguntó al joven el que parecía mandar a los bandidos.

–Mi padre no estaba en el escritorio cuando se recibió la orden.

–Lo que hay que hacer es degollar a todos ustedes, porque son una manga de sabandijas ¡malditos unitarios! ¿Por qué tiene el salvaje de tu padre ese papel celeste en la sala?

El joven aterrado con lo que se le decía, trató de disculparse del mejor modo que le fué posible, pero su inocencia sólo sirvió para exasperar más a aquellos miserables.

–Si hubiera venido tu padre, –le dijo el famoso jefe, –ya estaría degollado y tú, para que no te metas a disculparlo ni a asumir su personería, toma.

Y uniendo la acción a la palabra, principió a aplicarle sendos puñetazos y patadas. El pobre niño lloraba alegando que ningún delito había cometido pero esto sólo sirvió para que se doblara la dosis .

Llorando de dolor y terror, el pobre niño regresó a su casa refiriendo lo que había pasado.

El señor Ruiz evitó que aquella escena se repitiera, teniendo cuidado que en sus casas no hubiera cosa alguna de aquel color peligroso y decidió emigrar también si aquella situación afligente no se modificaba.

Después de esto, parecía que los habían dejado tranquilos. O querían confiarlos con una fingida indiferencia para dar mejor el golpe de gracia, o no encontrando motivo suficiente habían resuelto dejarlo tranquilo.

Así pasó todo el año 41, en que los degüellos y mazorcadas disminuyeron un poco, para empezar con más furia y encono desde los primeros meses del año memorable de 1842.

Una tarde de aquel funesto mes de abril, en que los degüellos llegaron a su más terrible apogeo, se hallaba el señor Mones Ruiz sentado a la puerta de su casa conversando con su hijo Antonio. Este joven, que como lo hemos dicho ya, era una criatura, era el dependiente del señor Mones y su inseparable compañero. El padre se lamentaba con el hijo de los horrores de que eran teatro las calles de Buenos Aires y le prodigaba sus cariñosos consejos para que evitara cualquier desgracia o malquerencia.

–Parece que ya no se ocupan de nosotros -decía- y que nos dejan vivir en paz. Más vale así, pues de lo contrario hubiera sido necesario huir de aquí.

Así hablaban tranquilamente padre e hijo cuando vieron que se detenía en la esquina un grupo de tres hombres de sospechosa catadura.

–Esos no andan con alguna intención cristiana, –dijo a su hijo el señor Mones Ruiz.

Están vacilantes como el que medita una mala acción.

El joven miró hacia el grupo, y aunque los que lo componían se habían atado la cara cuidadosamente para desfigurarse, el niño pudo conocer a aquellos hombres, uno de los cuales vive aún y se ocupa de procurador.

El señor Mones Ruiz tenía la intención de retirarse al interior de la casa, cuando aparecieron los hombres, pero la curiosidad de ver la dirección que tomaban, lo retuvo en la puerta de calle.

Aquellos hombres permanecieron largo rato parados en la esquina sin que al parecer hubieran fijado la atención en Mones Ruiz y su hijo, lo que alejó en ellos cualquier sospecha que pudieran haber concebido. De pronto se pusieron en camino tranquilamente, en dirección a la casa de Mones Ruiz, sin mirar a los que aún permanecían en la puerta. Todos ellos venían emponchados, lo que no era de extrañarse, pues el poncho era una prenda federal, sin la cual nadie se atrevía a andar.

Indiferente también el señor Mones Ruiz pareció no haberse fijado en los que se acercaban y siguió conversando con su hijo. Lentamente se aproximaron aquellos hombres como si fueran a pasar de largo, pero al llegar adonde estaba Mones Ruiz, su actitud cambió por completo.

Se detuvieron bruscamente delante de él y sacó cada cual de debajo de su poncho una pistola de las llamadas de bala de onza, que traían ya amartillada y lista para el asesinato que iban a cometer.

Y antes que Mones Ruiz pudiese darse cuenta de lo que le sucedía, sin atinar a meterse dentro, siquiera, aquellos miserables apoyaron las pistolas en su pecho y dispararon sobre su corazón noble.

Aquella escena pasó como un relámpago. Sin reparar en el niño a quien el hecho había dejado estático, los asesinos apretaron el paso y desaparecieron rápidamente al volver la esquina de Suipacha.

El señor Mones Ruiz, llevó las manos al estómago, vaciló, y tarde ya, quiso retirarse precipitadamente de la puerta. Y cruzó el zaguán con cierta rapidez, pudiendo llegar al patio.

Su desgraciado hijo, que al verlo caminar y murmurar algunas palabras no pudo darse cuenta de lo terrible de aquella situación corrió al patio y quiso estrechar entre sus tiernos brazos al señor Mones Ruiz, preguntándole si no tenía nada.

Pero en aquel momento, el padre, a quien sólo un supremo esfuerzo de voluntad había sostenido en pie, rodó por el patio arrojando un vómito de sangre...

Había recibido dos de las balas en el centro del estómago y otra en el costado derecho. Mones Ruiz se oprimía fuertemente la herida del estómago, que debía hacerlo sufrir horriblemente.

–¿Qué tiene, padre mío?- preguntó con su voz cariñosa, ahogada por el llanto que lo sofocaba.

Y le quitó la mano del estómago. Un chorro de negra sangre partió entonces del agujero abierto por las balas y bañó el rostro pálido del niño.

Espantado entonces, fijó la mirada llorosa en el rostro del padre y encontró aquellos ojos fijos e inmóviles, que la muerte empezaba a bañar de una capa vidriosa.

Lo llamó trémulo, pero el moribundo no respondió.

Se estremeció de una manera poderosa, y quedó allí rígido como un cadáver. Acababa de morir, sin haber podido pronunciar la más insignificante palabra.

El niño, entonces, dominado por la tremenda situación que empezaba recién a comprender, salió a la calle en demanda de auxilio.

Algunos vecinos que, como ellos, estaban a la puerta de calle, habían visto cometer el crimen y se habían metido dentro, más que ligero, huyendo el bulto a igual suceso.

El pobre niño se encontró solo, desamparado, con el cadáver del padre.

Recién aquella criatura se daba cuenta de su orfandad y de la situación desesperante en que quedaba.

Media hora después, su hermano Mamerto venía en dirección a su casa a despedirse del padre, pues tenía arregladas sus cosas para volver a Montevideo.

Dos cuadras antes de llegar, fué atajado por varios amigos, que le indicaron se volviera, pues su casa estaba rodeada por la Mazorca.

–¿No ha sucedido nada?- preguntó el joven.

–No, pero si usted va, puede suceder alguna desgracia. Sin duda es a usted a quien estan esperando.

Ante semejante aviso se retiró, y venciendo mil dificultades se fué a Montevideo.

Recién allí supo la sangrienta tragedia de que había sido teatro su casa.

El joven Antonio, por su parte, dándose cuenta de la situación, empezó a comprender que era necesario sepultar el cadáver querido. Pero, ¿de quién valerse? ¿cómo hacerlo?

Asesinado por la Mazorca, Mones Ruiz había quedado en peores condiciones que un virulento o un leproso.

¿Quién se atrevería a acercarse a su cadáver, para ser clasificado de salvaje unitario?

En la casa no quedaban más que sus hermanas, tiernas y delicadas niñas que ninguna ayuda podían prestarle, y un sirviente que tan aterrado estaba, que aún no se había movido del sitio en que recibió la noticia.

Con un ánimo asombroso, en su tierna edad, el joven Mones Ruiz salió en busca de un cajón, para colocar el cuerpo querido. Y como más próximo a su casa, se dirigió entonces al establecimiento fúnebre situado a la sazón frente a San Miguel.

Como era natural, dominado por la impresión terrible del triste suceso, lo primer que hizo fué referir al dueño de la cajonería la manera que su señor padre fué asesinado.

Fué esto bastante para que el negociante se negara a hacer la venta.

–Perdone, jove –le dijo, –pero yo no puedo venderle el cajón sin peligro de mi propia vida.

–Pero entonces, ¿cómo entierro yo a mi padre?

–Difícil me parece, hay una orden que prohíbe vender cajones para los individuos clasificados de salvajes unitarios, los que deberán ser enterrados por la autoridad en zanja común.

–¡Pero esto es espantoso!

–¡Y qué quiere que le hagamos! Si llegan a saber que yo le he vendido el cajón, ya puedo empezar a fabricar el mío, y yo tengo una familia nuemerosa, que quedaría expuesta morir de hambre.

El joven insistió, suplicó de todos modos, pero inútilmente.

El negociante no quería exponer su cabeza ni el provenir de sus hijos.

Los salvajes muertos por la Mazorca quedaban en las condiciones de cualquier perro.

No había negociante que les vendiera un cajón, fraile que les dijera una misa, ni amigo que los acompañara a su última morada. Los mismos hijos, sus consortes, sus padres, no podían honrar su memoria ni aún con el miserable luto de sus cuerpos. Cualquiera de esta faltas era castigada con el puñal de la Mazorca.

El joven Mones Ruiz se retiró de allí presa de la mayor desesperación.

No teniendo cómo enterrar a su padre, al fín vendría la autoridad a arrancarle su cadáver, que sería conducido a la fosa común en un carro de la basura, y tal vez al lado de los perros que la policía hacía matar a la madrugada.

¡Es difícil que ningún hombre haya pasado por situación más desesperante! Conteniendo con grandes esfuerzos el llanto que lo ahogaba, el joven regresó a su casa sin saber qué partido tomar.

Allí lo esperaba, como una tabla de salvación en medio del naufragio, el vecino José Quinteros, amigo antiguo de la familia, que acababa e saber lo que sucedía.

El joven Mones Ruiz se arrojó en sus brazos y le refirió lo tremendo de su situación. ¡al fin hallaba un seno amigo, sobre el que podría desahogar la pena que lo afligía!

Aquel hombre leal y honrado, consoló al joven en cuanto le fué posible y se ofreció a ir en busca de un cajón.

Es preciso no decir una palabra acerca de la manera que ha muerto el amigo. Diremos que ha muerto de viruela, y así nos venderán el cajón. Yo voy a buscarlo.

Efectivamente, poco después salía a la calle, y ocultando hasta para quién era el cajón, consiguió que le vendieran uno, no sin vencer algunas dificultades.

Así, el joven Mones Ruiz tuvo dónde acomodar el cuerpo helado de su señor padre. Faltaba ahora lo más difícil: la conducción del cadáver a la Recoleta.

Otro vecino iba a prestarle quel servicio inestimable. Frente a la casa de Mones Ruiz, vivía un señor Dejean, dueño de una panadeía. Por el solo hecho de ser francés, Dejean no estaba bien visto por la autoridad.

Pero, espíritu noble y bravo corazón, aquel hombre ejemplar despreció los peligros que provocaba y se trasladó a casa de su joven vecino.

Dejean era un hombre cuya fortuna le permitía pasar una vida independiente y creía estar así a cubierto de toda necesidad. Pero era precisamente su fortuna el aliciente que para perseguirle debía tener la Federación.

Así Dejean se hizo cargo del precioso cadáver y lo condujo él mismo al cementerio, sepultándolo como correspondía a una persona de posición y de medios.

Al siguiente día del asesinato, y por consejos del mismo señor Dejean, el joven Mones Ruiz se ponía al frente de los negocios de su señor padre, empaquetando y ocultando todos aquellos papeles que pudiese necesitar algún día.

La Mazorca no podía tardar en venir a trabar el embargo, y era necesario estar preparado para que no se llevadse algún papel de interés, y sobre todo algún documento de crédito.

Además de los artículos del negocio, había en la casa, en las últimas piezas, un depósito de comestibles, destinados exclusivamente al consumo de la familia.

Esto era: arroz, azúcar, aceite y demás artículos de primera necesidad en una casa. Con ellos, la familia Mones Ruiz podía pasar un largo tiempo, sin necesitar de nadie.

Las consecuencias de los servicios prestados por Quinteros y Dejean, no parecían hacerse sentir.

La Mazorca acudió una noche en tropel a casa de éste, e hizo lo que entonces era de práctica.

Después de destrozar cuanto había en la casa y como por vía de prevención, dieron a Quinteros tal paliza, que lo dejaron por muerto. Y como la persecución siguiera, al extremo de no poder salir a la calle sin recibir un susto, emigró a Montevideo, teniendo que abandonar familia e intereses.

Dejean fué más feliz que su vecino, pues un amigo le previno que aquella noche la Mazorca debía ir a su casa, a vengar el delito de haber acompañado el cuerpo del salvaje unitario Mones Ruiz.

Persona apreciadísima por sus bellas prendas personales, y muy bien relacionado, el señor Dejean acudió al Cónsul francés, en demanda de auxilio, por la noticia que se le había dado.

Como los asesinatos a los franceses más distinguidos que residían en Buenos Aires se repetían con aterrante frecuencia, los Varangot, los Dupuy y tantos otros, el Cónsul francés mandó a la casa de Dejean, perfectamente armada, una guardia de ocho marineros, que al efecto hizo desembarcar de uno de los buques de guerra de su nacionalidad.

Esta guardia se alojó en el zaguán de la casa con orden de defender a todo trance la vida e intereses de aquel compatriota.

Esto, mientras Dejean arreglaba sus cosas para partir a Montevideo, pues ya su vida en Buenos Aires corría gran peligro.

Conforme se lo habían anunciado, esa noche cayó a su casa la Mazorca, en son de degollina, y dando desaforadas voces de muerte.

Pero al hallar el zaguán aquel pelotón de marineros franceses, en aires de dar una batalla, tuvieron a bien retirarse amenazando volver en mayor número para degollar a todos los esclavos del "guarda chanchos".

Dejean no esperó esta vuelta. Arregló sus asuntos a gran prisa, y bajo el uniforme de aquellos mismos marineros, se embarcó a bordo del buque de guerra al día siguiente, que lo condujo a Montevideo.

De esta manera y gracias al enérgico apoyo de su Cónsul, el señor Dejean pudo salvar su cabeza.

Cuando la Mazorca volvió a su casa, no halló ni víctimas ni marineros, contentándose con despedazar cuanto halló en la casa, como era natural, después de robar todo lo que era de fácil conducción.

La autoridad, en seguida declaró los bienes de Mones Ruiz, bienes de salvaje unitario, y naturalmente, se echó sobre ellos con gran avidez, porque éstos representaban un botín de primer orden.

Después de embargado todo, se presentaron en la casa de negocio.

Registraron la casa pieza por pieza, embargando hasta los libros de comercio y papeles que el joven no había podido esconder. Todo lo del negocio y lo de la familia misma, fué embargado para venderse en remate público.

Revisando las habitaciones, los mazorqueros dieron con el depósito de comestibles, destinado al consumo de la familia.

Precioso botín aquél, donde figuraban algunas cuarterolas y cajones de excelente vino!

El joven hizo presente que aquello no debía formar parte del embargo, porque era lo único con que contaría la familia para vivir.

Pero esta observación le costó un buen puntapié, advertencia saludable pues le previno que no debía hacer observaciones.

Aquella canalla lo embargó y lo selló todo, sin perdonar el poco dinero que había quedado en un cajón del escritorio.

Lo único que quedaba en pie era un magnífico perro Terranova, fiel compañero del señor Mones Ruiz. Pero poco debía de durarle aquel recuerdo vivo del padre desgraciado.

Pocas noches después, y sólo por el placer de hacer daño, el magnífico terranova era degollado a la puerta de la casa.

Y no pararon aquí las miserias contra aquella familia de niños.

Burlándose del dolor de aquellas pobres niñas, todas las noches enviaban a la puerta de la casa, una media docena de negros descamisados y andrajosos, que les daban música, de aqulla música imposible y exclusivamente de la época, quemando al retirarse, bombas en las ventanas. Las niñas se encerraban en sus piezas para no oir aquel sarcasmo cobarde, pero se les hizo prevenir que si no salían a agradecer las músicas serían azotadas.

El joven Mones Ruiz se veía obligado a salir a la puerta y dar las gracias a los que iban a burlar la muerte de su padre.

El 30 de marzo, la autoridad decretó grandes luminarias en la ciudad, en festejo del cumpleaños del tirano.

¡Quién se hubiera atrevido a faltar a la consigna!

La Mazorca recorría aquella noche todas las calle, con orden de saquear toda casa y degollar a los salvajes unitarios que hubieran tenido la insolencia de no iluminarlas.

El joven Mones Ruiz, para evitar una desgracia a sus hermanas, tuvo también que iluminar la suya, festejando el natalicio del asesino de su padre.

En aquel mes, se desbordó la Mazorca de un modo terrible, haciendo aquel barrio teatro de sus cobardes hazañas.

La familia de Real, que vivía en la esquina de Cuyo y Artes, fué asaltada una noche y castigada de una manera feroz.

A las señoras se les cortó el cabello, pegándose en la cabeza el célebre moño punzó, mientras a los hombres se les golpeaba hasta dejarlos por muertos.

Las familias de Terrada, de Salas, y de Molina Cascallares, que vivían en Cangallo y Suipacha, fueron también asaltadas y castigadas de una manera brutal.

¡Se creía que muchos de los miembros de éstas no podrían sobrevivir a los golpes recibidos!

A la casa del doctor Julián Fernández, acudía la Mazorca afilando sus enormes cuchillos en un escalón de piedra que había a la puerta de la casa.

Los hijos de Fernández, mozos alegres y patriotas, habían sido señalados como salvajes unitarios y la Mazorca iba allí a degollarlos. Así lo decían a grandes gritos, mientras afilaban los cuchillos.

La señora de Fernández era una de aquellas matronas valientes y que ante la vida de sus hijo será capaz de pelear al mismo diablo, si éste se hubiese presentado en traje de mazorquero, amenazando su vida.

Así es, que en cuanto sintió las voces y supo de lo que se trataba, corrió a la puerta de calle y echó el cerrojo. Adentro estaban sus hijos.

Nuestros lectores recordarán que en aquellos tiempos se cerraban las puertas de calle con una cadenita a cuyo extramo había una bola. La bola corría por una canaleta colocada en la otra hoja de la puerta, que quedaba con una rendija por donde podía introducirse bien una mano.

Pero la puerta no podía abrirse sin cerrarla primero, para sacar la bola de la canaleta, a cuyo extremo se hallaba el agujero por donde salía.

Allí se plantó la valiente señora, mientras sus hijos, avisados por ella, se salvaban saltando las paredes de la vecindad y pasando a otras casas.

Ciegos de ira, los mazorqueros empujaban la puerta, pero la cadena resistía y prometía resistir mucho más. los degolladores metían entonces la mano armada del puñal por la rendija, tratando de herir a la señora.

Pero ésta les oprimía el brazo entra las dos hojas de la puerta evitando que fuera a herirla.

Un sudor frío bañó de pronto la frente de la dama.

La canaleta donde entraba la bola de la cadena, empezaba a ceder y en pocos momentos más, la puerta se abriría.

Es que todavía no tenía la certeza de que sus hijos se hubieran salvado. Por fin, y después de dos minutos largos como un siglo, vino una sirvienta y le dijo al oído:

–Los niños están ya a salvo, señora; hace mucho rato que saltaron la pared.

Aquella mujer valiente hasta la exageración, se retiró entonces de la puerta, radiante de alegría.

–Ahora - les dijo - pueden ustedes entrar cuando la cadena ceda, me es indiferente.

Falta del sostén que le había prestado su cuerpo vigoroso, la canaleta se rompió, abriéndose la puerta con gran estrépito al chocar sus hojas contra la pared.

La Mazorca saltó al patio como la ola que salva el muro contra el que se ha estado estrellando largo tiempo. Y el grito de ¡mueran los salvajes unitarios! se dejó oir de una manera tremenda.

La señora había quedado allí de pie, sonriente y serena.

Miraba todo aquel aparato de muerte de una manera fría e indiferente. Parecía que, salvados sus hijos, ella no corriese el menor peligro.

–¿Dónde están?- preguntaban enfurecidos blandiendo los cuchillos ante la fisonomía apacible de la señora.

–¿Dónde están quiénes? - preguntaba ella también mofándose de los asesinos.

–¡Tus hijos!¡tus inmundas crías, salvajona!- respondía el coro de energúmenos.

–Pronto, a contar dónde están o te tocamos el violín.

-¿Mis hijos? ¡Oh!, no se incomoden en buscarlos; ¡no es el puñal de la Mazorca que los va a hallar a tiro!

–¡Mientes, aquí están!

–Pues búsquenlos, búsquenlos, a ver si los encuentran.

Aunque el valor se impone, y el valor de la señora Fernández había dominado desde el principio a aquella chusma, era peligroso irritarla más.

Todos ellos se desparramaron por la casa, buscando en todos los rincones y despedazando muebles y cuanto hallaban al paso.

Pero las víctimas no aparecían, y la señora seguía sus movimientos con una sonrisa burlona.

Ciegos de ira, vinieron sobre ella, exigiéndole que les había de decir dónde estaban los jóvenes Fernández.

–Ya les he dicho que están muy lejos de aquí; no se hagan ilusiones ni se tomen trabajos inútiles, porque no los han de encontrar.

los bandidos aquellos, reventando de despecho, se lazaron sobre la señora y empezaron a golpearla furiosamente.

Y ella, como persona avezada al peligro, quiso defenderse en retirada, lo cual consiguió bizarramente, hasta llegar a la puerta de una pieza.

Pero allí fué acometida con más encono, por la brava resistencia que había hecho, y recibió dos golpes que la postraron en tierra.

Como aterrados ante la acción cobarde que acababan de cometer los asesinos se pusieron en retirada.

Ya no tenían que hacer en la casa, puesto que todo lo habían despedazado o robado, mientras buscaban a los jóvenes, que habían salvado la vida gracias a la entereza y valor de su señora madre.

–¡Vayan no más! –les gritó ésta- aunque débilmente, –pero lo que es a mis hijos, no los tocan ustedes; se han de quedar con las ganas. ¡Mazorqueros! ¡bandidos!.

Los asesinos oyeron estas palabras, pero no se atrevieron a volver. El valor asombroso de aquella señora los había dominado.

Sólo de esta manera se explica que no la hubiesen degollado como lo hicieron con algunas otras.

Dicen que Rosas nunca dió órdenes de degüello contra las señoras. Sin embargo, la Mazorca no procedía nunca sin orden, y desde que sus miembros degollaban a tal o cual pesona, era porque habían recibido la orden.

Desde el fusilamiento de Moreira, que hemos ya narrado con sus sangrientos detalles, ningún mazorquero ni sereno se atrevió a degollar por su cuenta. Temían correr la misma suerte del gran asesino.

Así es que se puede asegurar que todos los degüellos practidados en el año 40 y 42, fueron ordenados por Rosas. No se explica de otra manera que los asesinos degollaran en la misma plaza Victoria a las 12 del día, como al doctor Zorrilla, y clavaran su cabeza en las rejas de la Pirámide, a la vista de los empleados de la Policía. Ni se explicaría tampoco que se hubieran atrvido a apuñalar al Presidente de la Cámara en su propio despacho.

Es que la Mazorca no era más que el brazo con que Rosas hería a sus enemigos y a los que no lo era.

La familia Ureta, que vivía donde hoy es el Hotel de Roma, la de Villanueva y la de don Evaristo Villarino, fueron también asaltadas y azotadas.

En el Mercado del Plata, hueco conocido entonces por Plaza Nueva, para complemento del horror en que habían convertido aquel barrio, fué declarado federalmente depósito de muertos.

Allí se llevaban los cadáveres de los degollados durante la noche, para que el carretillero de la policía los levantara al día siguiente.

Allí fué conducido el cadáver del señor Nóbrega, padre de Carmen y de la noble Julia Nóbrega, donde permaneció una noche esperando la carretilla. Nóbrega había sido asesinado en Barracas, de la manera que nos ocuparemos más adelante, y transportado envuelto en un cuero hasta aquel paraje, para que su cuerpo sirviera de escarnio público.

Entretenida en estos nuevos crímenes y azotaínas, la Mazorca dejó en paz a la desgraciada familia de Mones Ruiz, hasta que satisfecho su objeto, aquel miserable hizo cesar los degüellos, con aquel famoso decreto, que era una confesión tácita de ser él el autor de aquellos crímenes.

He aquí la parte más esencial de aquel documento dirigido al Jefe de Policía.

Como complemento de la prueba del hecho en cuestión, tenemos el decreto de Rosas, fecha 31 de octubre de 1840, publicado en la "Gaceta" de 4 de noviembre de dicho año.

Este documento clásico, que lleva la firma de Rosas, datado en el partido de Morón y cuando en Buenos Aires había un gobernador delegado es el reconocimiento espontáneo que el tirano hacía de sus crímenes.

Es el último grado de cinismo a que puede llegar un malvado cuando se embriaga con el heroísmo del crimen, porque sin duda Rosas se creía entonces un héroe, cuando al primer sonido de su voz, al primer signo de su voluntad, desaparecieron como por encanto los degolladores, restableciéndose el orden momentáneamente, y dando treguas al pavor de que estaba poseída la población entera.

Es necesario tener en cuenta los considerando de este importantantísimo documento, porque ellos encierran la condenación de su autor, revelan su maldad, prueban su ignorancia, y lo presentan al mundo civilizado como el asesino imprudente de sus compatriotas.

Dicen así:

"Considerando que cuando la provincia fué invadida por las hordas de los salvajes unitarios, profanada con su presensica, por las atrocidades y sus crímenes, la exaltación del sentimiento popular no podía dejar de sentirse bajo los terribles aspectos de una venganza natural.

"Que entonces no habría sido posible ahogarlas en un pueblo tan tremendamente indignado por tamañas perfidias, sin poner su heroísmo, su lealtad y su patriotismo a una prueba incompatible de su propia seguridad.

"Que el ardor santo con que los federales se han lanzado contra sus enemigos al ver conculcados sus más caros derechos por la traición, ingratitud y ferocidad de los salvajes unitarios, indignos del nombre argentino y de la patria en que nacieron, será para siempre un testimonio noble del amor intenso de los federales a la independencia, y servirá para enseñar a los que obcecados se arrastraron sobre las huellas del crimen.

"Que en esta tierra de orden, de libertad y de honor, no hay para los ciudadanos garantía más sólida que el respecto al dogma sacrosanto de la opinión pública, que ha proclamado la Federación de la República, la completa sumisión a las leyes y la obediencia a las autoridades constituídas.

"Pero que sí es laudable una expresión tan ardorosa y vehemente de patriotismo, justo es también que un pueblo valiente, siempre dispuesto a todo lo que es grande y generoso, cuando acaba de afianzar sus derechos por una convención honorífica con la Nación Francesa, cesando con ella las diferencias que sirvieron de apoyo a los salvajes traidores unitarios, vuelva a gozar del sosiego y seguridad en que el gobierno lo había conservado a costa de fatigas inmensas para que la autoridad pueda contraerse exclusivamente a exterminar para siempre al bando salvaje de inmorales aventureros que infestan la República y afianzarle su poder y ventura".

"Por tales consideraciones, el gobierno ha acordado y decreta:

"Art. 1º- Cualquier individuo, sea de condición e calidad que fuese, que atacase la persona o propiedad de argentino o extranjero sin expresa orden escrita de autoridad competente, será tenido por perturbador del sosiego público y castigado como tal.

"Art. 2º- La simple comprobación del crimen, bastará para que el delincuente sufra la pena discrecional que la suprema autoridad le imponga.

"Art. 3º- El robo y las heridas, aunque sean leves, serán castigados con la pena de muerte.

"Art. 4º- Las autoridades, etc. etc. - Firmado: Rosas.

“Rosas, según sus palabras, consideraba como “expresión laudable y ardorosa de vehemente patriotismo”, los crímenes que se cometían entonces por lo que él llamaba la “efervescencia popular”.

"Pero cuando este pueblo valiente, añade, “acababa de afianzar sus derechos por una convención honorífica con la Nación Francesa, debía gozar del sosiego y seguridad en que el gobierno lo había conservado".

“Es decir, que Rosas confiesa que antes de esa convención y del afianzamiento de esos derechos, era lícito lo que se ejecutaba por la “efervescencia popular”.

“El degüello, los asaltos, los insultos, el robo, el vejamen a las señoras, y cuantas felonías se cometían a pretexto de ese furor santo en que los salvajes unitarios habían puesto "a los patriotas federales”, eran actos lícitos, eran derechos legítimamente empleados, eran obligaciones sagradas de patriotismo.

“Pero este paréntesis que Rosas hacía a sus horrendos crímenes con motivo de la convención con el Emperador de los Franceses, era, según lo dice el decreto, para que la autoridad pudiese contraerse exclusivamente “a exterminar para siempre” el bando salvaje de inmorales aventureros que infestaban la República.

“Vemos, pues, que era sólo una tregua al degüello, era un corto intervalo que daba el tirano a los instrumentos feroces de sus crueldades, para que éstas volviesen a repetirse con mayor exageración si era posible, rodeando al crimen de sus atavíos inferales que hacen temblar de pavor, y cuyos caracteres quedan impresos indeleblemente en la memoria de los pueblos”.

Sigamos nosotros el camino de estos horrores que costaron a la población de la República, la vida preciosa de sus hijos más dignos y más patriotas.